El valor no siempre ruge
Siempre quise ser fuerte como un león, pero aprendí que también se puede ser valiente con el corazón temblando como un conejo.
A veces cierro los ojos y me imagino siendo un león. El rey de la selva. Majestuoso, con una melena brillante que se mueve con el viento, caminando con paso firme, sin miedo. Un rugido que se escucha a kilómetros, que impone, que lidera. Me gustaría ser así: fuerte, poderosa, valiente. Sentirme tan segura de mi presencia que no necesitara explicarla. Ser fuego. Ser el centro.
Pero no lo soy.
Soy más como un conejo. Pequeña. Con un corazón que late demasiado rápido por cosas que ni siquiera deberían asustarme. Me escondo. Me paralizo. Me siento más cómoda en mi madriguera, en lo conocido, en lo seguro. Y no porque lo ame, sino porque ahí no hay ojos juzgando ni expectativas que no puedo cumplir. No tengo rugido. Mi voz a veces apenas se escucha ni siquiera dentro de mí.
Es como si toda mi vida hubiera estado tratando de ser el sol. Brillante, cálido, asombroso. Pero siempre he sido más como la luna: callada, solitaria, un poco triste, un poco bella, pero siempre a distancia. La que observa desde lejos mientras otros brillan sin pedir permiso. Siempre un ángel, nunca una diosa. Siempre buena, nunca poderosa.
Y es difícil vivir con esa dualidad: desear con todo el corazón ser algo que sabes que no eres, y al mismo tiempo no saber cómo aceptar lo que eres sin sentir que estás fallando. Hay días en que quisiera arrancarme esta sensibilidad, como si fuera un abrigo que ya no me queda, y ponerme la armadura de alguien que no tiembla tanto, que no piensa tanto, que no siente tanto. Pero incluso eso me da miedo.
No sé si algún día voy a reconciliarme con mi esencia. No sé si voy a encontrarle belleza a ser luna, a ser conejo, a ser lo suave y lo sensible en un mundo que aplaude a los rugidos. Pero hoy, al menos, me reconozco. Y quizás ese sea un comienzo.
-Maria.