El sabotaje silencioso que siempre me acompaña
No siempre te excluyen, a veces te excluyes tú sola… y duele más, porque sabes que nadie lo hizo a propósito.
Esta es una de esas anécdotas que dan un poco de vergüenza. De esas en las que sabes que estás actuando como una idiota… y lo sabes incluso mientras lo estás haciendo. No lo puedes evitar. No importa cuánto lo pienses, cuánto lo analices, simplemente sientes que algo dentro de ti se rompe, y no sabes cómo repararlo.
Hace unas semanas, mis amigos y yo teníamos clase libre. La estábamos pasando muy bien: riendo, platicando, conectando. Todo fluía con esa sensación bonita de pertenecer. Hasta que alguien propuso jugar fútbol.
Ahora, si estás leyendo esto, probablemente te preguntes: “¿Y cuál es el problema?” Bueno, el problema… soy yo.
No me gusta jugar fútbol. Nunca me ha gustado. No sé jugar, me siento torpe, ridícula. Pero además, hay algo físico también: soy alérgica al polvo, a la tierra, e incluso soy intolerante a mi propio sudor. Jugar significa terminar llena de ronchas, estornudos y una incomodidad generalizada que dura horas.
No es que no quiera divertirme. Es que me cuesta hacerlo en ese escenario. Y lo peor es que todos lo saben. Saben que no me gusta. Saben que no participo.
Cuando todos se pusieron a jugar, incluido mi pareja, me senté sola en las gradas. Traté de disimular. Saqué mi teléfono, fingí estar entretenida, pero en realidad estaba luchando con algo más profundo: la sensación de estar fuera. De ser la extra. La que observa, no la que vive.
Y en ese momento, se apoderó de mí un viejo conocido: el monstruo de la inseguridad.
Me sentí fuera de lugar. Me sentí invisible. No porque alguien me dejara fuera de forma intencional, sino porque, una vez más, me autoexcluí. Me saboteé antes de darle a alguien la posibilidad de rechazarme. Porque es más fácil salirse sola, que ver que nadie te llama para quedarte.
Intenté ser madura. Pensaba: ellos se están divirtiendo, está bien, no tienen por qué hacer lo que yo quiero. Pero había una parte de mí que solo gritaba: quiero pertenecer.
No sabía si quería que mis amigos propusieran otra cosa, si quería que mi pareja se quedara conmigo, o si simplemente quería dejar de sentir que soy un mueble más cuando todos están jugando.
Así que agarré mis cosas y me fui. No hice drama. No lloré. Solo me fui con ese nudo en el pecho que te deja sin aire. Con esa mezcla de tristeza y culpa.
Mi pareja, al darse cuenta, me siguió. Intenté explicarle lo que sentía, pero cuanto más hablaba, más sentía que sonaba como una niña berrinchuda que patalea porque no se juega a lo que ella quiere. Y no era eso. Juro que no era eso.
Mi dolor no era por no jugar al fútbol. Era algo más profundo. Era ese sentimiento de soledad que llega cuando menos te lo esperas. Esa sensación de no encajar. De estar de más. De ser prescindible.
¿Eran heridas de abandono? Tal vez. ¿Era inseguridad acumulada? Seguramente. ¿Era la necesidad de sentirme vista, elegida, acompañada? Sin duda.
Este sentimiento ya lo conozco. Lo he vivido tantas veces. Me excluyo a mí misma antes de que alguien lo haga. Me saboteo antes de arriesgarme a no pertenecer. Porque prefiero aislarme voluntariamente que enfrentar la posibilidad de no ser suficiente.
Y lo peor es que, aunque sé que no tiene sentido, no puedo evitarlo.
Estoy aprendiendo a manejarlo. A reconocerlo. A ponerle nombre y a no dejar que se apodere de todo. A recordarme que no tengo que ser parte de todo para valer. Que no siempre estaré en el centro, y que eso no significa que no importe.
Solo quería compartir esto por si tú también has sentido alguna vez lo mismo. Por si alguna vez te sentaste sola en las gradas, con la sensación de que todos jugaban algo del mundo... menos tú.
Y si es así, te abrazo. Desde mi inseguridad a la tuya. Desde ese lugar silencioso donde a veces duele simplemente existir.
Tal vez algún día nos aprendamos a quedar. Aunque no juguemos. Aunque no encajemos. Aunque seamos el árbol viendo el partido.
Tal vez, algún día, eso también esté bien.
-Maria.